lunes, 20 de octubre de 2008




La abeja haragana
Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
-Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
-Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
-No es cuestión de que te canses mucho -respondieron-, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
-Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
-¡Uno de estos días lo voy a hacer!
-No es cuestión de que lo hagas uno de estos días -le respondieron-, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
-¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
-No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido -le respondieron-, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de abril. Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
-¡No se entra! -le dijeron fríamente.
-¡Yo quiero entrar! -clamó la abejita-. Esta es mi colmena.
-Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le contestaron las otras-. No hay entrada para las haraganas.
-¡Mañana sin falta voy a trabajar! -insistió la abejita.
-No hay mañana para las que no trabajan- respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
Y diciendo esto la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
-¡Ay, mi Dios! -clamó la desamparada-. Va a llover, y me voy a morir de frío. Y tentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
-¡Perdón! -gimió la abeja-. ¡Déjenme entrar!
-Ya es tarde -le respondieron.
-¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
-Es más tarde aún.
-¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
-Imposible.
-¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
-No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. AI fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacia tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
-¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo: -¿qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
-Es cierto -murmuró la abeja-. No trabajo, y yo tengo la culpa.
-Siendo así -agregó la culebra, burlona-, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamo entonces: -¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
-¡Ah, ah! -exclamó la culebra, enroscándosé ligero -. ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta?
-No, no es por eso que nos quitan la miel -respondió la abeja.
-¿Y por qué, entonces?
-Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
-¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate.
Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
-Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
-¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? -se rió la culebra.
-Así es -afirmó la abeja.
-Pues bien -dijo la culebra-, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como.
-¿Y si gano yo? -preguntó la abejita.
-Si ganas tú -repuso su enemiga-, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
-Aceptado -contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.
Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
-Esto es lo que voy a hacer -dijo la culebra-. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
-Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
-Entonces, te como -exclamó la culebra.
-¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que nadie hace.
-¿Qué es eso?
-Desaparecer.
-¿Cómo? -exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa-. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
-Sin salir de aquí.
-¿Y sin esconderte en la tierra?
-Sin esconderme en la tierra.
-Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida - dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
-Ahora me toca a mi, señora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres", búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente:"uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde estaba?
No había modo de hallarla.
-¡Bueno! -exclamó por fin-. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió del medio de la cueva.
-¿No me vas a hacer nada? -dijo la voz-. ¿Puedo contar con tu juramento?
-Sí -respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde estás?
-Aquí -respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.
Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
-No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos -la felicidad de todos- es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.




José Eustasio Rivera (Rivera, Huila, 19 de febrero de 1889Nueva York, 1 de diciembre de 1928) fue un escritor colombiano.
Estudió en los colegios de Santa Librada, de San Luis Gonzaga de Elías, y después en la Escuela Normal Central de Bogotá, en donde fue maestro en 1909, así como en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia, alcanzando el grado de doctor en Derecho y Ciencias Políticas el 3 de marzo de 1917.
Fue autor de la novela La Vorágine (1924), de corte naturalista, y considerada una de las más importantes no solo de la literatura colombiana sino de la literatura hispanoamericana, hasta el punto de ser considerada por muchos como la gran novela de la selva latinoamericana. Escribió Oda a san Mateo en honor del héroe de la independencia Antonio Ricaurte, y de más de 168 sonetos de corte parnasiano, que expresan su amor y admiración por la naturaleza, publicados, en parte, en el libro Tierra de promisión (1921) con la que alcanza cierta notoriedad.
Trabajó como abogado, fue diputado al Congreso e inspector del gobierno en las explotaciones petrolíferas de la región del Magdalena. Estos encargos lo llevaron de nuevo a la selva fronteriza con su ciudad natal, y es esta selva lo que inspira la creación literaria del autor, recuperando en él las raíces de su infancia y la fantasía de su juventud. Fue representante de su país en México (1921), Perú (1924) y Cuba (1928). Participó en la fijación de los límites entre Venezuela y Colombia lo que le permitió conocer Los Llanos y también la selva tropical.
A su muerte su ciudad natal San Mateo, fué renombrada en su memoria "Rivera", nombre que conserva en la actualidad.
Temas
Romanticismo
la voragine:


La novela de la selva, o de la tierra, como la denominó Arturo Torres Rioseco, ha sido cultivada por los escritores hispanoamericanos desde Bolivia hasta el Brasil. La novela prototipo es precisamente La Vorágine del colombiano Eustasio Rivera. Escribe de la tierra con un apasionamiento propio que la conoce, porque ha vivido en ella, porque viajó a través de ella cuando fue miembro de la comisión de límites venezolano-colombianos. En ella contrajo el beri beri. Fué amenazado por el hambre, la sed, la fiebre y el tormento de los mosquitos.
Rivera presenta en ella el honor y la violencia, el desorden y la lucha titánica del hombre por la supervivencia; Nada de ruiseñores enamorados, nada de jardín versallesco nada de panoramas sentimentales. Aquí los responsos de sapos hidrópicos, aquí las malezas de cerros misantrópicos, los rebalses de caños podridos. Aquí la parásita afrodisiaca que llena el suelo de abejas muertas; la diversidad de flores inmundas que se contraen con sexuales palpitaciones y su olor pegajoso emborracha como una droga, la liana maligna cuya pelusa enceguese a los animales, la pringamosa que inflama la piel, la pepa del curujú que parece irisado globo y sólo contiene ceniza cáustica, la uva purgante, el corozo amargo.
La novela pinta la vida de los caucheros y la inicua explotación de los indios y mestizos que son esclavizados en el infierno verde.
En las descripciones de la selva, Rivera se muestra con pupila de poeta observador, y logra captar todos los detalles con extraordinario lirismo, y maravilla al lector, atónito ante la indómita naturaleza. Sigue en todo la teoría determinista, en esa lucha epopéyica del hombre contra la naturaleza. Lucha a muerte en selva y llano.
La novela, escrita en primera persona, le da un carácter autobiográfico. Arturo Cova, el hombre, el héroe, está admirablemente descrito en sus estados depresivos y de locura.
Rivera tuvo seguidores, entre ellos Rómulo Gallegos con su novela Canaíma y el brasileño Jorge de Lima con Calunga.
En Canaíma, Gallegos pinta, como lo hace el mismo Rivera, la violencia no sólo objetiva; La de la selva y los llanos; sino la del hombre, Marcos Vargas, el personaje central se debate en una lucha contra las circunstancias que le obligan siempre a probar nuevos caminos. La naturaleza virgen se desborda en las descripciones y logra también salir victoriosa en su lucha contra el hombre. Solo que en Canaíma existe una esperanza. El hijo de Vargas será educado por Gabriel Ureña, quien lo hará un hombre de provecho y útil a la sociedad.
La novela presenta una gran diversidad de tipos u caracteres, unos inadaptados, como Vargas, otros tratando de vivir lo mejor posible en el medio inhóspito en que se encuentran o asimilados a la naturaleza completamente, como Juan Solito. Rómulo Gallegos es uno de los más destacados novelistas de Hispanoamérica y sus novelas Canaíma, Canta Claro y Doña Bárbara forman m un grupo inimitable.